Aunque parece dejar un rastro negro por su deslizamiento de
sombra sobre las calles, no queda nada cuando pasa por esos lugares vacíos. Su
vestido negro que no es hecho de tela sino de sombra, se pega cada que pasa,
pero no se adhiere, solo se convierte en ratos en parte del ambiente que
pisa. Y aunque las calles son vacías,
siempre se topa con el eco de los fantasmas, y entonces esa inexpresiva máscara
de cráneo que cae bajo su capucha, gira y busca algo donde proyectar esos ojos
huecos. Las curvas de ese pueblo dan
siempre a lugares que parecen ser los mismos, y que sin embargo tienen huellas
distintas y cada tumba en las aceras es un epitafio distinto al de las anteriores.
Porque aquí no se aísla a los muertos para pensar que enterrándoles en un lugar
aislado de las casas dejará la gente de morirse. Se adopta la mortandad, se baila con ella en
simbólicos bailes de máscaras en las azoteas, se les crean lápidas en cada
esquina, recordando que dentro de la piel que viven los esqueletos. A veces almas quedan enganchadas a las rejas,
y es entonces cuando el filo sirve para arrancarlas, desprenderlas y
llevárselas arrastrando rumbo al despeñadero.
No parece existir un fin de una jornada, los recorridos comienzan, a
veces no terminan, a veces solo continúan. Cuando la luna brinda un brillo azul
sobre los ángeles de piedra, decide dejar de vagar y es entonces, cuando al
retirar su máscara revela que tras ella solo hay vacío, y es su semblante una
faz de niebla oscura.